Manual para cavar (cuando todos te piden trepar)
- Larisa - LoQueArde

- 25 oct
- 6 Min. de lectura

No sé cuándo me convencí de que entender era la única forma de avanzar.
Entender de verdad, entender absolutamente todo: no un tutorial, no una intro para principiantes, sino el mapa entero.
Me vi persiguiendo papers, cursitos, gurúes, diagramas, y también lo otro:
astrología, sincronicidades, biodescodificación, psicoanálisis de oído porque me fascina.
La ciencia “oficial” como una catedral con vitrales carísimos, y yo ahí, con las zapatillas sucias, sabiendo que a veces lo más “oficial” es lo más trucho que existe;
que la etiqueta “pseudo” es un seguro para no pensar, para no mirar donde la vida se filtra aunque no dé prestigio.
No me hagan elegir: yo estudio todo y después mi cuerpo decide qué sirve. Y cuando digo “cuerpo” es literal: si no me late, no va.
Hay días en que a la ingeniería la encuentro en la psicología (circuitos, cargas, resistencias), a la arquitectura la encuentro en la danza (columnas, tensiones, armonía), a la religión la encuentro en mi blog —mi altar laico, mi refugio, el lugar donde dejo velas que nadie ve y sin embargo alumbran.
Y sí, el negocio también está ahí: no en la idea de éxito con escalones, sino como una especie de organismo que respira a la par mía. Detesto esa palabra que te pone arriba o abajo como si hubiera un deber de elevarse: prefiero pensar que lo que hago deriva, se ensancha, se hincha y se deshincha según la estación interna.
No todo tiene que trepar. A veces hay que cavar.
Hablo de emergentes. No lo que se planifica, no el milagro azaroso, sino lo que brota porque el suelo estuvo siendo trabajado mientras vos jurabas que no estabas haciendo nada.
Como en agricultura: vos regás, sacás yuyos, te frustrás, te cansás, llorás arriba de la tierra, y un día sale.
En negocios, en cripto, en arte, en lo que sea: la obsesión por saberlo todo, por tragarse lo técnico como si el conocimiento fuera un exorcismo, te puede dejar sin aire. Y cuando te quedás sin aire, no hay algoritmo que te salve.
El algoritmo se puede engañar por una semana; tu cuerpo, no.
Ahí está la trampa: confundimos “saber” con “respirar”.
Y a veces respirar es cerrar la notebook, dormir, dejar que el borde trabaje solo.
Borde. No lo voy a decir con palabras raras porque sería un culto al tecnicismo.
Llamale hueco, zona gris, el silencio entre dos latidos, esa parte tuya que no responde a método y, sin embargo, organiza.
Cada vez que me desespero por ordenar mi proyecto con “pasos claros”, aparece el hueco y arruina el plan (gracias!). Me enoja y después me da risa.
Porque lo que sale de ese borde es más mío que cualquier calendario editorial.
Y sí, cuesta contarlo sin parecer vaga. Pero no es vagancia; es otra ingeniería.
Entonces, marketing:
no te pregunto “cuál es tu propósito” como si fuese una contraseña para entrar a un club.
Te pregunto qué te está empujando ahora mismo a contar lo que contás.
¿La mirada del otro? ¿La tuya? ¿La del algoritmo? ¿Negociás con él o él negocia con vos? ¿Cuánto tiempo te conviene jugar ese juego antes de que se te apague el pulso?
¿Sabés detectar cuándo esa estrategia te sirve y cuándo sólo te drena?
No te lo pregunto para que cierres nada; te lo pregunto para abrir una hendija por donde se vea la cocina verdadera, el lugar donde pasa lo que no se puede planificar.
Yo fui de esas que necesitan entender todo.
Me movía la rigidez, la perfección, los mapas que prometen atajos (que nunca son atajos, son laberintos premium). Y a la vez, esa misma necesidad me estancaba.
Era como bailar midiendo el paso con transportador. Hasta que me harté. Hasta que me rompí lo suficiente como para bajar la guardia y dejar que dos días de silencio hicieran lo que no hizo un mes de cursos.
No es espíritu zen: es práctica.
Apagar, caminar, ordenar un cajón, llorar con bronca, volver.
Y ahí sale un texto que me reconoce mejor que yo a mí misma. O una línea de un servicio que no podría haber armado si me hubiese obligado a estar “a la altura” de nada.
¿Qué dirección tomo y en base a qué?
A veces en base a una voz que me tengo que sacar de encima porque no es mía.
A veces en base a una música vieja que me trae ganas de jugar.
A veces en base a un algoritmo que me miente y yo lo dejo mentirme porque me conviene un rato.
A veces en base a la mirada de alguien que quiero impresionar (y lo digo sin culpa).
Y cuando se me pasa la fiebre de impresionar, vuelvo al borde:
¿qué deseo hay detrás de ese deseo? ¿Quién habla cuando yo hablo del proyecto?
¿Estoy honrando el camino o sigo nombrando “fracaso” a todo lo que dolió aunque me haya hecho mejor?
No sé si sirve que lo diga, pero lo digo: tu negocio se mueve como vos te movés.
No como te parás para la foto, no como decís que te vas a mover, sino como efectivamente te movés cuando nadie mira.
Si sos de los que se tragan cursos para tapar el miedo, tu negocio se va a parecer a esos cursos: correcto, prolijo, sordo.
Si sos de los que se caen, descansan y vuelven con algo torcido pero vivo, tu negocio va a tener bordes humanos, fallas hermosas, líneas que no encajan en la grilla de “lo correcto” y, sin embargo, funcionan.
No porque el universo premie la autenticidad, sino porque el cuerpo no sabe mentir durante demasiado tiempo.
No estoy diciendo que no estudies. Yo estudio todo.
Leo papers y memes con la misma devoción. Sólo digo: no asfixies lo que nace por querer entenderlo antes de que exista. Y cuando exista, preguntate si lo estás contando con palabras prestadas.
Cambiar una palabra cambia una dirección entera.
Si decís “escala”, vas a querer ser grande;
si decís “caverna”, vas a querer profundidad;
si decís “taller”, vas a querer manos sucias y piezas sueltas;
si decís “templo”, vas a pedir silencio.
Probá cambiar la palabra y mirá cómo se mueve el cuerpo del proyecto.
Hay días en que me tiento de jugar al juego completo del algoritmo: thumbnails, hooks, storytelling de manual.
Y hay otros en que me pregunto si no será el algoritmo el que juega conmigo, si no será él el que pone la música y yo bailo con la dignidad de quien igual la pasa bien, pero sabe que esa pista no es su casa.
¿Me conviene? A veces sí. A veces no.
La clave —para mí— es reconocer el borde: cuándo el juego empieza a comerse la voz, cuándo el “para todos” empieza a borrar mi nombre, mi jerga, mis errores preferidos.
No quiero cerrar con “entonces la conclusión es…”. No hay.
Queda latiendo la pregunta inicial, mal hecha a propósito: ¿con qué palabras te estás contando tu negocio, tu proyecto, tu vida?
¿Quién te enseñó esas palabras?
¿Qué parte de vos necesita cambiarlas para que lo emergente pueda aparecer sin pedir permiso?
¿Podés aguantarte un par de días sin “crecer” para ver si brota otra cosa?
Yo por lo pronto voy a seguir mezclando ciencias y “pseudos”, blog y rito, danza y arquitectura, marketing y ternura.
Y cuando me empiece a faltar el aire, no voy a comprar otro curso: voy a dejar que el hueco haga su trabajo sucio.
Después, si pinta, les cuento qué salió. O no. Porque a veces lo mejor que puedo hacer por mi proyecto es callarme hasta que la frase llegue sola, con el olor fresco de lo que todavía no entiende todo y por eso mismo respira.
Al final, cavar también será aprender a hacerlo en esta vertiginosidad:
¿habrá que disociarse un poco para que respire lo vivo?
Total, dicen que el sujeto está dividido ($) y, aun así, late.
Estrategia: dormir dos días y volver con fuego









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